lunes, 4 de junio de 2012

Escuela de padres 2012 Junio 4

3º Encuentro: La lealtad con la “TRADICIÓN”: fuente de la capacidad de certeza

1. Valor de este principio

Hechas estas dos premisas, entremos en el corazón del texto con la primera de las grandes palabras indicadas por don Giussani y que tomaremos en consideración: la TRADICIÓN, “la lealtad con la tradición, fuente de la capacidad de certeza”. La lealtad con la tradición quiere decir que el niño tiene necesidad de ver a alguien. ¿Qué será para él la tradición? Serán antes que nada sus padres, su familia, aquello que lo precede.
¿Cuáles son los lugares donde madura una verdadera educación en la paz y en la justicia? Ante todo la familia, puesto que los padres son los primeros educadores. La familia es la célula originaria de la sociedad. «En la familia es donde los hijos aprenden los valores humanos y cristianos que permiten una convivencia constructiva y pacífica. En la familia es donde se aprende la solidaridad entre las generaciones, el respeto de las reglas, el perdón y la acogida del otro». Ella es la primera escuela donde se recibe educación para la justicia y la paz. (Benedicto XVI)
Allí nacemos, allí cada uno de nosotros a comenzado a comer, a caminar, ha aprendido a hablar. No son cosas que los niños aprenden por sí solos. Ha sucedido que un cierto día hemos comenzado a hacer cierta cosa pequeña: a decir una palabrita, a recorrer un pequeño espacio, hemos comenzado a decir el nombre de nuestra madre, de nuestro padre, y alguien ha festejado esto como una gran victoria.

Intentemos mirar la imagen de ”Los primeros pasos” de Van Gogh: “el niño tiene un contexto, el suyo, de aquel momento, está lleno de elementos que el niño puede reconocer como “suyos”. Seguramente aquel niño crece en un lugar donde puede decir: “esto es mío, este árbol es mío, estas plantitas son mías, estas herramientas son de mi papá, mi madre lava la ropa allí...”.
La tradición representa justamente el contexto en el cual el niño se mueve, que, desde el punto de vista de la identidad personal y de las relaciones, es fundamental para la estructura del yo. Porque el ámbito que para el feto es el útero de la madre, con el nacimiento se convierte en el de las relaciones: con los padres, en una casa, en un barrio, en un lugar, en un tiempo...
Este contexto es fundamental para que un niño pueda decir “yo”.
En el cuadro, el acento del contexto se apoya en la acción de dos adultos que dedican su tiempo: la madre que sostiene y el padre que invita a soltarse. Es la descripción del acto educativo progenitor. La función materna está más dirigida a “sostener”, mantener derecho, mantener en pie; la función paterna que se sirve de esa acción – porque si el niño no se mantuviese en pie no podría ni siquiera soltarse y andar – pero invita a dar un paso más.
Los brazos del padre están abiertos para significar: “estoy aquí para sostenerte, en el caso de que pudieras caer. ¡ Ven !
En el niño, la lealtad hacia lo que precede es la condición por la que puede crecer seguro en la vida. La certeza del niño vive de la certeza del adulto que tiene delante; sólo así crece sano, porque crece seguro. Lo contrario da origen a una patología.

Hago un ejemplo muy simple: imaginad a un niño que a los tres años comienza a hacer preguntas y pregunta al papá: “papá, ¿qué es aquella cosa que hay en el cielo?”, y si el papá tuviese que decirle: “sabes que no lo sé, pregúntaselo a mamá”. Él lo hace y la mamá le responde: “para mí es la luna, pero la tía dice que es el sol, la abuela sin embargo dice que es una cosa extraña que gira”. Imaginad un niño que a los tres años, cuando hace sus preguntas, en lugar de recibir una respuesta tuviese que escuchar como respuesta una duda sobre todo: estaría obligado a crecer torcido, en arenas movedizas. Sin embargo un niño tiene necesidad de escuchar decir: “hijo mío, ¡ es el sol, se llama sol! Si él cree en lo que le dice el papá, en lo que le dice la mamá, en aquella hipótesis que le ofrece el adulto, crece con una hipótesis segura, con una certeza que de grande será incluso capaz de corregir y verificar. Irá a la escuela y la maestra le explicará la función del sol. Y luego de grande, quizás será capaz de corregir la hipótesis del adulto, pero primero tiene derecho a recibir la posibilidad de certeza, de otro modo crecerá enfermo, torcido.
Los padres transmiten al hijo los contenidos de la propia tradición, es decir aquello que ellos son, lo que han hecho y conquistado. Una de las certezas fundamentales de la que tiene necesidad el niño es la de que vale la pena crecer. Los padres son para el niño la interpretación de qué significa volverse adultos. En el deseo de volverse grande existe inicialmente el deseo de volverse grande como la mamá y el papá. El niño quiere vivir como viven los padres, hará suyos los valores que sus padres le propongan sólo si ve que ellos los viven.
Don Giussani llama entonces “hipótesis explicativa de la realidad” a la tradición, es decir a la presencia de un adulto capaz de comunicar el sentido de las cosas; de un adulto capaz de testimoniar un bien de la vida, una positividad de la vida. Giussani lo dice con estas palabras: “El encuentro con alguien que sea para el niño o el chico portador de lo que hemos llamado una “hipótesis explicativa de la realidad” es algo que no se puede evitar”. ¡Es justamente así! El niño nos mira así: tiene necesidad de recibir de nosotros una hipótesis capaz de explicar la realidad que encuentra, que le sugiera un modo de estar en el mundo. Podemos incluso negarlo, pero en todo caso, por el hecho mismo de estar frente a ellos, nosotros comunicamos a nuestros chicos un sentido de la realidad, bueno o malo, positivo o negativo.
“El primer lugar donde esto sucede es, de hecho, la familia: la hipótesis inicial es la visión del mundo que tienen los padres, o aquellos a quienes los padres dan la responsabilidad de educar al hijo. No puede existir cuidado del hijo y preocupación por su formación más que dentro de una visión al menos vaga y confusa – casi instintiva –del sentido del mundo. La educación consiste en introducir al muchacho en el conocimiento de lo real precisando y desarrollando esa visión original. Tiene así el inestimable mérito de conducir al adolescente a la certeza de que existe un significado de las cosas”.
Toda la tragedia actual, la que llamamos emergencia educativa, es la ausencia de esto: tenemos jóvenes que crecen llenos de miedo e incertidumbre, como en arenas movedizas, porque no tienen delante adultos capaces de testimoniar una certeza suficiente frente a la vida. Una generación de adultos que ya no tiene esperanza suficiente que comunicar a sus propios hijos, que hacer ver, ¡no que comunicar con palabras! ¡Una hipótesis explicativa de la realidad! Como está escrito en el Deuteronomio: “Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son estos estatutos, estos preceptos y estas normas que me pides que practique?” – como decir: “Papá y mamá, ¿por qué insistís tanto? ¿Por qué debería empeñarme y hacer el esfuerzo de aprender matemática, física, inglés?” – la peor respuesta es: “Para tu futuro, porque te servirá cuando seas grande”. Ninguno de nosotros aceptaría una respuesta así. No nos empeñamos en el presente por una razón futura, nos esforzamos por una razón presente, por un bien presente. “Tú responderás a tu hijo así: éramos esclavos del Faraón en Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte. Realizó a nuestros propios ojos señales y prodigios grandes y terribles contra Egipto. Y a nosotros nos sacó de allí para conducirnos a la tierra que había prometido a nuestros padres” (Dt.6,21 – 23). Tú le tienes que poder decir: “Hijo mío, también yo soy como tú, estamos en el mismo barco, tengo el mismo problema que tú, tengo el mismo problema que tienes tú frente al mal, frente al fastidio, frente a la nada que a veces parece devorar las cosas, vivo el mismo drama que tú vives, vivo la misma posibilidad de que la vida sea, en el fondo, una tragedia. De esto, de esta posibilidad de mal, de que la vida al final sea nada, de que sea polvo, destrucción, de esta posibilidad de mal yo he sido salvado, me ha sucedido algo”.
Lo decimos como cristianos, pero el desafío es igual para todos, incluso para aquellos que no creen: el desafío es idéntico, es tu hijo que te mira y te dice: “Dime cuál es la hipótesis de bien en la que basas tu vida”. Tú debes poder responder, no con discursos, sino con una experiencia vivida, con un testimonio de una experiencia vivida. Dios ha mantenido la promesa que ha hecho a nuestros padres, que significa la promesa que nos transmitimos de padres a hijos, la promesa que tenemos estructuralmente, la esperanza que nos constituye. Dios ha puesto en mi corazón un deseo de felicidad. “Debes saber, hijo mío, que Dios ha mantenido la promesa, me ha conducido a la tierra que había prometido a nuestros padres”. ¿Qué tierra es esa? Una relación buena con lo real, el descubrimiento de que la realidad es positiva, es decir una posibilidad de esperanza. “Se puede esperar, sí, hijo mío, valió la pena traerte al mundo porque hay un bien grande que vence todo”. “Entonces el Señor nos ordenó de poner en práctica todas estas leyes, temiendo al Señor nuestro Dios, para que fuéramos felices siempre y nos permitiera vivir como el día de hoy” (Deut. 6, 24).
Todo el secreto, toda la belleza de la educación está en esto: que un hijo pueda mirar a su padre y a su madre y pueda percibir que existe una promesa de bien en la vida, de la que el padre y la madre son testimonio. Una promesa que lo anima, que lo hace caminar resueltamente, que lo saca de las arenas movedizas de la incertidumbre que es la enfermedad del siglo: la incertidumbre, la inseguridad, un miedo de la realidad e, inevitablemente, la maldad. No podemos permanecer por mucho tiempo tristes sin volvernos malos, sin ceder a ese instinto que empuja al hombre a volverse malo. ¿Qué cosa, entonces, ayuda al hombre a gobernar el propio instinto? ¡La educación! Años y años de educación paciente, es decir de un trabajo paciente por el que uno llega a los 18 años y ha visto tanto bien que le es más fácil practicar la virtud, como dice Dante Alighieri: “aquel gozo en el que toda virtud se funda”.  Es posible ser virtuosos y ser buenos si somos muy felices; sólo si somos muy felices se puede intentar ser buenos. El problema no es insistir con el otro para que sea bueno, el otro es lo que es, exactamente como nosotros; es necesario insistir en hacerlo feliz, es necesario insistir, no en pedirle esto o lo otro, no en las reglas que también son necesarias, sino en el testimonio de un bien grande. Porque un corazón feliz gobierna más al propio instinto, gobierna más la capacidad de mal; conoce más, gobierna más la propia libertad.
Es necesario acompañarse en este testimonio de bien. “Hijo mío, haz lo que te digo porque tu mamá y yo y nuestros amigos hacemos estas cosas para ser felices como lo somos ahora”. La cuestión es esta: poder mirar a los ojos a nuestros hijos y – sin necesidad de discursos – hacerles ver un bien grande, un bien posible, una positividad vivida. Esto se llama esperanza y es la única cosa que nos piden nuestros hijos.


2. Las consecuencias de su negación.

Afirmado este principio – es decir la necesidad de que el adulto sea portador de una hipótesis explicativa de la realidad, de esta hipótesis de bien – ¿cuáles son las consecuencias de su negación?

a) En general
Se han escrito miles de libros para decir que no es necesario influenciar a los hijos, para decir que no es necesario sustituir su libertad, para decir que son libres de elegir entre miles de hipótesis posibles; se han impreso millones de libros para destruir la idea misma de educación, es decir de autoridad, de propuesta, de propuesta positiva.
Sin embargo, don Giussani dice:
“Con el paso del tiempo, las consecuencias en el carácter de los jóvenes son gravísimas. Tener que caminar sin una dirección precisa es sentido por la sensibilidad de una conciencia viva como un tiempo perdido. Se genera, entonces, esa incertidumbre característica que amedrenta al joven, por naturaleza inscrito en una obvia exigencia de posibilidades claras”.
El joven, el hijo, tiene por naturaleza una exigencia de claridad, de bien, de un camino que recorrer con gozo.
En el mensaje por la XXVII Jornada Mundial de la Juventud 2012, el Santo Padre Benedicto XVI escribe:
“La aspiración a la alegría está grabada en lo más íntimo del ser humano. Más allá de las satisfacciones inmediatas y pasajeras, nuestro corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que pueda dar «sabor» a la existencia. Y esto vale sobre todo para vosotros, porque la juventud es un período de un continuo descubrimiento de la vida, del mundo, de los demás y de sí mismo. Es un tiempo de apertura hacia el futuro, donde se manifiestan los grandes deseos de felicidad, de amistad, del compartir y de verdad; donde uno es impulsado por ideales y se conciben proyectos.
Cada día el Señor nos ofrece tantas alegrías sencillas: la alegría de vivir, la alegría ante la belleza de la naturaleza, la alegría de un trabajo bien hecho, la alegría del servicio, la alegría del amor sincero y puro. Y si miramos con atención, existen tantos motivos para la alegría: los hermosos momentos de la vida familiar, la amistad compartida, el descubrimiento de las propias capacidades personales y la consecución de buenos resultados, el aprecio que otros nos tienen, la posibilidad de expresarse y sentirse comprendidos, la sensación de ser útiles para el prójimo. Y, además, la adquisición de nuevos conocimientos mediante los estudios, el descubrimiento de nuevas dimensiones a través de viajes y encuentros, la posibilidad de hacer proyectos para el futuro. También pueden producir en nosotros una verdadera alegría la experiencia de leer una obra literaria, de admirar una obra maestra del arte, de escuchar e interpretar la música o ver una película.
Pero cada día hay tantas dificultades con las que nos encontramos en nuestro corazón, tenemos tantas preocupaciones por el futuro, que nos podemos preguntar si la alegría plena y duradera a la cual aspiramos no es quizá una ilusión y una huida de la realidad. Hay muchos jóvenes que se preguntan: ¿es verdaderamente posible hoy en día la alegría plena? Esta búsqueda sigue varios caminos, algunos de los cuales se manifiestan como erróneos, o por lo menos peligrosos. Pero, ¿cómo podemos distinguir las alegrías verdaderamente duraderas de los placeres inmediatos y engañosos? ¿Cómo podemos encontrar en la vida la verdadera alegría, aquella que dura y no nos abandona ni en los momentos más difíciles?

El joven tiene necesidad de una propuesta. “La ausencia de esta propuesta lo confunde, lo impacienta, porque la indeterminación de la oferta le parece instintivamente contradictoria con el reclamo esencial de las cosas”.

Estupenda consideración psicológica: las cosas nos atraen hacia sí, parecen exigir ser abrazadas. Es verdad que la realidad misma, por cómo es, por cómo está hecha, exige ser encontrada, amada, estimada. Si en cambio en el hijo se insinúa continuamente una duda, una incertidumbre, este percibe la realidad contradictoria con su naturaleza, ya no entiende nada, cae en confusión.

b) En la escuela
Don Giussani sigue aclarando: esta incertidumbre ¿qué produce en la escuela?
“El joven estudiante carece, normalmente, de un guía que lo ayude a descubrir el sentido unitario de las cosas. Sin ese sentido unitario el chico vive una disociación más o menos consciente pero siempre demoledora”. No aguanta más.
¿Por qué los chicos odian la escuela? ¡Por esta razón! Porque en una disociación de propuestas diferentes, ninguna llega a aferrare indicar un sentido del todo, la razón por la que cada cosa vale la pena, entonces uno percibe todo a pedacitos y todo se convierte en un gran esfuerzo. El texto cita la carta de un estudiante que decía así:
“El verdadero aspecto negativo de la escuela es que no hace conocer lo humano a través de los valores que con demasiada frecuencia, y tan inútilmente, manejamos. Puesto que el hombre en cada acción revela su naturaleza, es ridículo (¿o trágico?) que en la escuela, a través del estudio de las diversas manifestaciones del hombre, se recorran algunos milenios de civilización sin saber reconstruir con suficiente precisión la figura del hombre y su significado en la realidad.  Nuestra escuela se basa en una neutralidad innatural que anula todo valor (…), pero la ceguera de nuestro tiempo hace que rara vez se llame a la escuela al banco de los acusados cuando es verdaderamente rea. Se la llama cuando se la juzga incapaz de formar buenos técnicos, excelentes especialistas y gente competente, se la llama por la cuestión del latín o por los programas de los exámenes de selectividad, pero no se la llama porque no haya conseguido formar hombres verdaderos, a menos que suceda que estos “no hombres” cometan alguna clamorosa y gruesa tontería, como, por ejemplo, un episodio de intolerancia racial”.(G.Gamaleri, en Milano Studenti, IV 1960)
Escrita en 1960, parece escrito hoy, luego de un episodio de violencia juvenil donde estalló el caos: “¡Auxilio, auxilio, dónde está la escuela, dónde está la familia, dónde está la Iglesia!”, pero después de una semana acababa todo.

c) En la familia
Los padres deberían tener la preocupación de ser una propuesta viviente frente a sus hijos, de tener una pregunta sobre ellos mismos: “Entonces yo, ¿qué estoy viviendo? Hemos traído al mundo un hijo, el hijo nos mira veinticuatro horas al día, nos mira siempre, ¿y qué cosa ve?”.  Es como si preguntara: “Vosotros dos, ¿adónde vais? ¿Adónde me lleváis? ¿Qué testimonio me dais del hecho que valía la pena traerme al mundo?”. Don Giussani llamaba ‘indefinición’ al hecho que los padres consideraran estas preguntas sin importancia: “La “indefinición” en la familia es con mucha frecuencia, en el alma del joven, raíz de un escepticismo aún más difícil de arrancar que la influencia nociva de la escuela neutral. Es necesario  que los padres sean los primeros en ser leales con el origen. Esto coincide con la lealtad consigo mismos, puesto que ellos representan precisamente el origen de sus hijos. Justamente por esto merecen el nombre de padres”.

Lealtad consigo mismo quiere decir que, cuando tu hijo te mira con aquella exigencia, tiene el derecho de recibir de ti una hipótesis buena, una esperanza.
Mientras crece, el niño, el joven, el adolescente grita esta exigencia: hazme ver que vale la pena, te lo ruego, comunícame un poco de esperanza, muéstrame un poco de bien, porque sin esto no puedo vivir, porque en arenas movedizas no se puede caminar por mucho tiempo, antes o después nos hundimos (drogas, enfermedades, anorexia, bulimia, aburrimiento, violencia,…), que es en el fondo, la incertidumbre. Entonces, ¿entendéis qué tipo de responsabilidad, qué nivel de examen de conciencia debemos hacer los adultos siempre? – no lo digo en términos necesariamente negativos, no lo digo como juicio. Digo que es el tema de quien quiere asumir la propia responsabilidad educativa, siempre.
Es necesario un nuevo inicio. No es suficiente conocer la doctrina sobre el matrimonio para resistir a todos los desafíos de la vida. Nos lo recuerda siempre el Papa: “Las estructuras buenas ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido simplemente por lo externo. Reconquistadlo para poseerlo”. ¿Cómo puede entonces acontecer este nuevo inicio auspiciado por Benedicto XVI y, con él, por todos nosotros, para que la familia pueda responder a su vocación? El camino no puede ser otro que aquel sugerido por el Fausto de Goethe: “Aquello que has heredado de tus padres, vuelve a ganártelo para poseerlo”. Para reconquistarlo es necesario volver al origen de la experiencia amorosa, para redescubrir su verdadera naturaleza. 


(Licencia pro manuscrito)